Mi abuelo es una presencia
ausente. Es la ola que rompe y llega para después irse, esa espuma de mar que
por más que intentas agarrar, se evapora. Es acordes de guitarra, es mezcal, es
sombreros de bejuco y tostadas. Es una camisa limpia y un peine constante. Es
la cara de mi padre y mi hermana. Es gracia, es alegría, es la respuesta
pronta, el comentario oportuno, la molestia certera y la anécdota eterna. Es mi
vínculo con la tierra y la vanidad. Es la risa en la boca y los párpados
tristes. Es la cabecera de la mesa en las fiestas, el mole embarrado, los
comentarios posteriores.
Mi abuelo es unos perros
devorando un venado. Es un cuarto que me atemoriza, que conozco poco, que sé
que está pero al que no me atrevo a entrar. Es otras casas, otras familias. Es
el orgullo no compartido de la herencia, es el silencio de mi abuela, la
complicidad de mis tíos. Un vaivén eterno de alegrías y amarguras.
Es el sonido de la puerta del zaguán cuando llegaba,
es las carreras de los nietos gritando “abuelito”, y es también el sonido de la
puerta cerrándose cuando se iba.