Las seis de la tarde es la hora
en que los pájaros cantan para dormir. Llegan a los árboles del patio y
empiezan el bullicio previo al ensueño. Los pájaros cantan para quemar la
energía que les resta con la cual no podrían dormir pues tendrían los ojos
abiertos y el ánimo encendido como una lámpara durante toda la noche. Por eso
cantan, brincan, pelean y revolotean entre ellos para que, una vez agotados,
cierren el pico y gocen y dejen gozar del silencio.
Esa tarde llegó a casa un loro
grande, verde, de una mirada profunda y un pico destructor. Se posó en el árbol
de guayabas y comenzó a destrozar hojas y ramas antes de descubrir los frutos.
Sus gritos lo delataron haciendo que mi abuela y yo saliéramos al patio para
descubrirlo parado en lo alto del árbol, como una aceituna en la copa de un martini,
sosteniendo media guayaba con una pata y triturando la otra mitad con el pico.
El loro y yo nos miramos. No fue
amor a primera vista pero en cuanto lo vi supe que debería ser mío.
-
Quiero agarrarlo. Le dije a mi abuela.
-
Está muy alto, si subes, te vas a caer. Me respondió.
-
No me caigo. Le dije ya trepando al árbol.
Mi abuela se asustó al verme
subir cual chango por las ramas del árbol y esperando hacerme desistir, fue por
el carrizo con el que baja la fruta para tomarme como a las guayabas y
regresarme a la seguridad de la tierra. Empezó a lanzar golpes como a una
piñata intentando alcanzarme. Al inicio tuve sorpresa que se convirtió en
temor, pero inmediatamente mi temor se convirtió en risa. Mi abuela intentaba
picarme mientras yo pasaba riendo de rama en rama, haciendo que los pájaros
gritaran y revolotearan saliendo y entrando del árbol. El loro, desde la punta,
nos miraba.
Pedí a mi abuela que parara o lo
asustaría. Ella dijo que sería lo mejor pues así yo bajaría y estaría seguro a
su lado. El loro, remoliendo los huesos de la guayaba, parecía sonreír al
vernos. Tal vez, la imagen de una vieja queriendo bajar a su nieto con un
carrizo le parecía graciosa, tal vez su sonrisa era por el placer que le
producía el sabor de las guayabas, tal vez es sólo la forma de su pico. Los
loros son animales sonrientes, yo quiero un animal sonriente, así que fui por
él con mayor decisión.
Poco a poco, me acerqué al loro
para atraparlo. Lentamente, fui arrimándome por la rama hablándole para
intentar calmarlo. Mi abuela seguía a los gritos en tierra. Intuí que de querer
agarrarlo seguramente el loro se defendería, así que me quité la playera para
tirársela encima. Me sentía un Tarzán urbano en una aventura sobre los árboles.
El loro, sonreía. No sé si burlándose de mi pecho desnudo o de mi ingenua
intención de agarrarlo. Yo sólo me acercaba lentamente. Seguramente él lo sabía
y esperó hasta que yo estuviera más cerca para volar e irse a una rama un poco
más alta.
Los gritos de mi abuela subieron
al igual que el loro. Cada palabra que decía trepaba por el árbol más
rápidamente que yo hasta meterse en mis oídos, sólo interrumpidas por los
gritos de los pájaros que, molestos por mi presencia, revoloteaban alrededor
del árbol esperando que me fuera para ellos entrar y poder dormir.
Me dispuse a seguir al loro. Fui
trepando poco a poco hacia lo más alto de árbol, cuidando que no se espantara o
huiría definitivamente. Me concentré en buscar ramas que pudieran aguantarme y
que me acercaran lo más posible a ese plumero verde. Subí con la técnica de los
chimpancés: tener siempre tres puntos de apoyo al trepar para correr menos
riesgos de caídas. Concentrado en llegar al loro, me olvidé de mi abuela. Sólo
fui conciente de ello hasta que sentí en las costillas un dolor agudo producto
del certero pinchamiento del carrizo. A partir de ese momento, inició la caída.
Golpes de ramas. Sonidos
crujientes. Chillidos de pájaros. Y el vértigo del cambio de gravedad
interrumpido sólo por el golpe seco de la tierra. Dolor en la espalda, pérdida
del aire y obscuro.
Mientras la luz regresa a mi
vida, vienen a mi mente los recuerdos del chorro de agua en el pueblo de mi
papá a donde íbamos cuando niños en las fiestas y pasábamos las tardes brincando
entre las piedras, buscando ajolotes en los charcos o tomando agua directamente
del chorro. Esas tardes frías y soleadas en las que convivíamos los primos
alrededor de la caída de agua fría.
Piso frío y pedregoso. Mi cuerpo
horizontal y boca arriba. Una bocanada de aire que me revive y trae consigo la
toma de sentido. El conocimiento regresa. Abro los ojos lentamente y veo a
contra luz la sombra de mi abuela.
-
Te dije que te ibas a caer. Me dice y se marcha
llevando consigo su carrizo.
Arriba, desde lo alto, el loro me
mira y sonríe. Tal vez se burla de mi caída, de mi cuerpo adolorido en estado
de bulto, de mi ingenua intención por atraparlo. O bien, sólo sonríe por lo
rico del sabor rosado de las guayabas. O bien, sólo es la forma del pico. Pero
me mira tirado en el piso, y sonríe. Yo creo que sí, que sonríe, sarcástico. En
su última mirada, veo escaparse de sus ojos un comentario que viene con
dedicatoria: “ingenuo”, piensa. Y con los últimos rayos de luz del día, levanta
el vuelo y desaparece dejándome en el piso mientras intento levantarme.